miércoles, noviembre 24, 2004

Ropita de bebé

Llevo unos cuantos días afectado por uno de los virus más terribles que se han propagado por occidente en los últimos años: el del aburrimiento. Y eso que hago todo lo posible por curarme: zapear por todas las cadenas, escuchar todo tipo de discos, mirar todo aquello digno de llamar la atención, pero nada, no hay manera. Incluso he arriesgado mi vida poniéndome enfrente del espejo del baño y pronunciando tres veces seguidas el maldito nombre de Candyman para ver si el malvado hombre de color con garfio incorporado aparecía; pero todo ha sido en vano.

Ahora son sólo los recuerdos, las cosas que me han pasado hace mucho tiempo y que me entretuvieron, los únicos que hacen que piense que no he tirado mi vida por el retrete. Bueno, eso y el programa de Federico Jiménez Losantos de la COPE, al que considero como un maestro, el Carlos Pumares del mundo de la política. Con él he aprendido, por ejemplo, que el ABC es un diario de marcada tendencia progresista a demonizar, que ha perdido su condición de faro de los auténticos valores cristianos eternos del país, y que ahora es un vástago más pseudopolanquista que sigue los pasos de todo lo que le dicta El País y su grupo empresarial. Remarco una sentencia dicha por él: poco falta para que el ABC se convierta al Islam y pase a llamarse diario Al BeCé. Qué putoamo.

Y me da por recordar el cuento que escribió un amigo mío, al que sabiamente le dio por título Ropita de Bebé.
En él, a grandes rasgos, cuenta la historia de un adolescente de 35 años que baja todos los días de casa de sus padres al parque de debajo de su terraza a tomarse unas litronas con sus colegas macarras. Pero él va impecablemente vestido, con su niqui, su polo de Lacoste amarillo anudado al cuello, su camisa azul cielo, sus pantalones bien planchaditos con raya, sus zapatos castellanos enseñando buena parte de sus calcetines de tenista; y siempre que baja los amigos le saludan con sorna con un "Jei, ropita de bebé!" que le avergüenza delante de sus amigas 35añeras.

Y así un día, y otro, y otro, días calcados a todos los de años anteriores.

Pero un día el joven explota, no soporta esa humillación continua; decide que su madre no volverá a elegirle la ropa y se va a las tiendas de la calle Fuencarral a renovar su vestuario. Se compra sombreros de cowboy y de gangster italiano de los 50, pantalones de pana a rayas y acampanados, cinturones Drakkar, zapatos italianos, camisas de cuello Mao, trajes a medida, corbatas anchas, relojes de pulsera minimalistas, gafas de pasta, se tatúa el lado izquierdo del cuello en caracteres del alfabeto Passepa y se compra la colección completa de lentillas de fantasía. Llega a casa de sus padres, donde le miran con lágrimas en los ojos; elige uno de los muchos modelos que había comprado y baja al parque, al banco donde le esperan los colegas comiendo bolsas de gusanitos Risi, hecho un pincel, digno de portada de revista-para-metrosexuales o de presentador de canal plus. Los amigos le miran de arriba abajo y después fijamente a los ojos, y le saludan con un tranquilo y normal "¡Qué pasa, ropita de bebé!".

Y nuestro joven protagonista vuelve cabizbajo a casa, incapaz de compreder por qué su nuevo cambio de look no había surtido el efecto que él esperaba.

Pero no cejó en su empeño. Siguió comprandose más y más ropa; y probaría con todos los estilos posibles hasta dar con el perfecto para que sus compañeros dejasen de saludarlo con ese mefistofélico apodo. Y así compró nuevos atuendos de rapero, de punqui, de nazi, de postmoderno, de jipi, de rocabili, de mod, de psicodélico, de jevi, de snob, nuevorromántico, ska, rastafari, comunista, ejecutivo, bakala, popi, obrero, alternativo, friqui, glam, remember, chandaldeyonqui, turista, surfero, paleto, travesti, jipjopero, cosladeño, indio americano, esqueiter, gitano y gondolero. Pero todo fue en vano: recibía siempre el mismo saludo al llegar al banco del parque. Nuestro treintaycincoañero favorito se hallaba completamente desolado. Acabó con su cuenta corriente, pidío tres préstamos a diferentes entidades bancarias e hipotecó la casa de sus padres. Se compró tanta ropa que hasta hubo de alquilar un almacén en las afueras para poder amontonarla. Pero siempre recibía el mismo saludo.
Hasta que un día, a punto de abandonar todo, decidió preguntarle a un amigo del grupo por qué seguían llamándole Ropita de Bebé.

Y el amigo le respondió: "Al principio te pusimos el mote de Ropita de Bebé con desprecio, por la forma tan retrógrada que tenías de vestirte; pero fueron pasando los años, y lo que en un principio era desprecio se fue convirtiendo poco a poco en admiración: la capacidad de aguante que demostrabas con el nombre que te habíamos puesto hacía que nos sintiéramos orgullosos de tí. De hecho, el día que bajaste con tu nueva ropa habíamos hablado antes entre nosotros, y nos habíamos puesto de acuerdo para proclamarte jefe de la panda. Pero entonces llegaste con tu nuevo uniforme, y nos decepcionaste. En ese instante comprendimos que tu postura impermeable hacia aquel mote no era más que eso, una postura, un mito. Y descubrimos que ese mote te jodía de verdad. Así que da igual cómo te vistas ahora, nosotros te seguiremos llamando ropita de bebé".

Y dicho esto, el amigo le dio la espalda con desprecio. Y Ropita de Bebé sintió como se le iba cayendo el mundo encima.

Éste era, más o menos, el argumento del cuento que escribió mi amigo tiempo atrás. Y de él seguramente se pueden extraer varias moralejas; yo he sacado una:

Ataca a los amigos en el punto donde sabes que más les duele, pero siempre siendo cordial.

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