lunes, enero 12, 2009

Mordieron los limones (II)

Así divagaba desperdiciando ese tiempo T que, aunque digan que es muy importante y valioso, en las circunstancias en las que tenía que recorrer andando el espacio E que había entre la escuela y mi casa, y teniendo en cuenta la velocidad constante V que mantenía durante ese recorrido, era un tiempo T básicamente inútil. O al menos eso pensaba hasta que doblé la esquina. Apoyado en la pared de un edificio de ladrillo rojo de nueva construcción, apareció la figura de un musculoso negro, tan negro que casi parecía azul, un portento ecuménico de su raza que, en ese momento, se llevaba con la mano izquierda un limón entero a su boca, lo mordía, y llegaba a rebosar por la comisura de sus labios buena parte del jugoso ácido cítrico. Esto último me dejó en estado de shock, paralizado y con la boca abierta. El negro, cuando se dio cuenta, separó sus labios tanto como Moisés hizo con las aguas del Nilo, hasta formar una de las sonrisas más radiantes que se han llegado a ver a este lado de la depresión del Ebro, lo que me dejó aún más impactado si cabe: a pesar de que esperaba que el esmalte de esa dentadura estuviera abrasado por el ácido, este hombre tenía los dientes más blancos que había visto nunca; ¡y lo que es más, ni una sola llaga en la boca! El negro seguía ahí, riéndose, y me extendió el limón para que yo también lo mordiera. Así lo hice. Quería comprobar una última cosa: el limón podría ser falso, una manzana disfrazada, como si fuera uno de esos helados con forma de limón pero que no son un cítrico propiamente dicho, como si el limón fuera de atrezzo. Pero no, en cuanto lo mordí y su repugnante jugo llegó a mi paladar me di cuenta de que era uno auténtico, o más que eso, como si hubiera sido modificado genéticamente para convertirse en una fruta natural con esencia de concentrado de limón. También me fijé en que el sudor del negro -no era exactamente así pero me cuesta encontrar una imagen más adecuada-, estaba corroyendo su ropa; cada gota del mismo que caía en su camisa comenzaba a devorar el color en ese punto y sus alrededores. Así que se lo devolví y me fui corriendo, no por miedo, sino por estar preso de una excitación que no lograba explicarme del todo, como si de repente supiera lo que tenía que hacer.

En casa estaban mis padres, Oleguer Salisachs y Meritxell Taboada. Mi padre era comercial de una firma de productos agrícolas y cada dos meses tenía que marcharse una semana a la capital para rendir cuentas de lo vendido. Mi madre trabajaba en casa cincelando pedruscos. Cuando les conté lo que había visto no mostraron ningún tipo de extrañeza, a pesar de que recalqué varias veces (joder madre, que se lo comía con cáscara y todo) todas y cada una de las cosas que pude ver. Insistí tanto que mi madre accedió a recogerme a la salida del colegio todas las tardes, algo que venía como anillo al dedo para mis intereses, a pesar de que ella pensase que me alegraba porque tenía miedo. También les hablé de que el profesor de ciencias nos había pedido un trabajo. Mi padre me dijo que si ya sabía lo que iba a hacer, y le mentí diciendo que tenía de momento sólo una vaga idea. Mi madre me preguntó cuál era, y le contesté con malicia. Que no se preocupara, que en cuanto lo tuviera claro sería la primera en enterarse.

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