domingo, mayo 25, 2008

El camino de la mano vacía I: I lunghi giorni della Vendetta

Utilizando la siempre fiel técnica del culo-veo-culo-quiero o del ejercicio de pura envidia bien disimulada, decidí apuntarme a un (nuevo) programa-concurso de televisión movido por la amistad y, para qué negarlo, para quitarme una espinita clavada desde hace mucho, mucho tiempo en el ahora podrido corazón de quien os habla. Y no, no estoy hablando del fracasado proyecto de triunfar marcándome unos típicos bailes regionales del distrito Latina-Carabanchel vía satélite mientras respondo preguntas de culturilla general (contar de nuevo esto sería repetirme en exceso incluso para mí). Os voy a contar la experiencia televisiva que ha traumatizado la experiencia vital de mis últimos 20 años. Pero antes dadme un segundo para que encienda la chimenea, busque el tabaco para la pipa y me recueste en la mecedora... Ahora sí, hijos míos. El abuelo va a contar una de sus antiguas batallas. Venid, sentáos en mis rodillas:

Hace muchos, muchos años, en una comarca muy alejada de la capital del reino, se estaban preparando para recibir a los mejores paladines del culto al músculo y el triunfo de la voluntad sobre los límites del cuerpo humano del mundo. Pero, aunque aún quedaba bastante tiempo para esta reunión, el virrey decidió que había que ir empezando a tomar medidas. ¿Dónde se iban a alojar estos forzudos? ¿Y los que pagaban por ver a estos forzudos? Y lo que es peor: ¿Qué imagen daría él como virrey a los que pagan (tanto a los prodigios para que alcancen una nube de Smog dando un brinco vertical como a él para que, cuando el hombre-galgo atraviese la línea de llegada, en la cinta de meta ponga "Cocacola" en vez de "Revoltosa" o "Segura Viudas"), si se mezclan, como la uña y la roña, los alegres mensajes de sus impolutos productos con la multitud de prostitutas, sintechos y yonquis que colapsaban las calles de su ciudad?

Así que, mientras en esta alejada comarca se encontraba en plena limpieza de lumpen para la construcción de una moderna Villa Olímpica, en la capital del reino un grupo de niños de 9 a 11 años inscritos en unos cursillos de natación de un polideportivo municipal se preparaban para lo que iba a ser la experiencia televisiva que marcaría el resto de sus vidas: una velada con el por aquel entonces mayor payaso del reino y su hija Rita Irasema. Yo, por supuesto, era uno de ellos.

Quizá exagero un poco cuando digo que la experiencia iba a marcarnos. Es cierto. Sólo una minúscula parte de esa experiencia quedaría grabada en el inconsciente colectivo de todos nosotros: la imagen de la nariz de Miliki deshaciéndose bajo el calor de los focos; una gota de carne resbalando por la barbilla e impactando en el suelo; las gafas metálicas horadando inmisericordes su tabique nasal. Y, tras la finalización del programa, su nariz deformada, parecida a un relámpago, mientras su propietario se cagaba en Dios una y otra vez.

Esta experiencia no tardó en generar todo un trauma infantil difícil de digerir en su momento. ¿Qué clase de atormentada infancia es aquella en la que un niño tenga pánico a sacarse los mocos con los dedos para juguetear con ellos por miedo a arrancarse un trozo de cartílago, o no poder tirar hacia atrás de tu naso para parecerte a un cerdo por el paralizante pánico de quedarte así para siempre? Además no olvidéis, pequeños míos, que por aquellos tiempos saltó la campaña contra la cocaína en la que un gusano entraba lentamente por tu nariz (campaña por la que -me juego el cuello- muchos adolescentes de nuestra edad comenzamos a fumar para intoxicar a los posibles miriápodos parasitarios ocultos en nuestros conductos nasales exhalando precisamente por ellos el humo de nuestros cigarros), por lo que el caldo de cultivo para la fobia (a la que, a falta de un mejor nombre me referiré a ella como síndrome de Señor Patata) estaba más que sembrado.

Cuando más adelante me enteré de que la redonda nariz de Miliki (culpable de todos mis traumas) era un atrezzo de cera y que, por culpa de ésta, se echaron a perder los últimos años de mi última etapa de inocencia, mi decisión estaba ya tomada. Había tomado el largo camino de la Venganza. La cual, como lamentablemente Miliki habí decidido retirarse del mundillo hace unos años, debía recaer sobre su hijo Milikito, actual dueño de un emporio mediático que, para más inri, no había televisado más de tres partidos del Atlético de Madrid durante toda la campaña. De tal palo, tal astilla. Siguiendo la tradición familiar de destrozar ilusiones. Pero vuestro reinado de terror psicológico se va a acabar. Os daré donde más os duele: en la cartera. Me apuntaré a uno de vuestros programas concursos y os dejaré sin blanca.

Aunque me derrita en el intento.

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