lunes, octubre 27, 2008

Manifiesto carcamalista



Cada vez que me dicen que estoy musicalmente avejentado miro para mis adentros -sobre todo en algunos momentos de debilidad cada vez más frecuentes-, admito mi total desinterés por los moviemientos melódicos rompecaderas de hoy en día, y pienso que pueden tener razón. Pero luego, cuando vuelvo a las fuentes en las que, para mal o para bien me han atraído desde que se me cayeron los dientes de leche, y encuentro cosas como esta actuación de Harry "The Hipster" Gibson, me reafirmo en todas y cada una de mis afirmaciones carcas. Ejemplos: "la auténtica vanguardia musical es la que se venía realizando hasta hace cuarenta años", o "desde que los músicos dejaron de comportarse como tales para convertirse en artistas, todo se ha ido al carajo".

domingo, octubre 26, 2008

La pantera de Rilke

Ayer fui a hacer unos recaos a una caja de ahorros de la que, para no hacer publicidad gratuita -y mucho menos en este caso- diré que tiene un oso verde como emblema y utiliza el nombre de la capital del estado en su marca. Hace tiempo solía acudir a otra oficina de esta misma entidad bancaria, a la misma distancia desde mi casa que la nueva, pero dejé de hacerlo. ¿Razones? Hay cientos, pero quiero centrarme en dos.

La primera es puramente paranoica. Para poder acceder al interior de la oficina había que pasar por un arco voltaico, por lo que tenías que dejar todos tus objetos metálicos (emepetrés, gafas, navajas, teléfonos móviles...) en unas taquillas situadas a la entrada. Esto hacía no sólo que estuvieras mirando de reojo continuamente las taquillas mientras que hacías cola, no fuera a ser que algún espabilado se fuera a quedar con todos tus queridos cachivaches; sino que empiezas a preguntarte por el porqué de tanta seguridad. Es cierto, es Aluche, pero no estamos hablando de Beirut o de algún instituto peliculero americano antes de que entre en acción el profesor-exmarine protagonista, así que tanta seguridad te hace sospechar de cualquier cosa. Por lo tanto, voy a la otra que, aun estando sobresaturada por centenares de personas mayores (que posiblemente la hayan elegido por las mismas razones que yo), no dispone de tantos adelantos tecnológicos, lo que me hace sentir mucho más calmado.

La segunda razón es mucho más siniestra. Reconozco que en muchas ocasiones soy un antisocial, pero cuando voy a un sitio por obligación, no me gusta mantener conversaciones informales con desconocidos. Lamentablemente en la primera oficina (a partir de ahora llamada Alcatraz) despachaba un hombre con hondas inquietudes acerca de la vida de los demás, lo que enlentecía sobremanera su labor. Hasta ahí puede ser más o menos comprensible. Pero en la época cuando yo asistía a Alcatraz, generalmente lo hacía porque aún tenía que pagar la matrícula universitaria en varios plazos. Cuando él echaba una hojeada a los papeles y veía que eran de Filología Hispánica, invariablemente preguntaba: "He tenido una duda desde siempre que a lo mejor tú me puedes responder... ¿Cuántas palabras tiene el español?"

Una pregunta muy lícita por otra parte, y que me hacía sentir moderadamente útil. Cuando le respondía, me daba las gracias, después recogía los billetes (primero del Príncipe Felipe con muchos ceros, más tarde otros más feúchos de color amarillento sucio). Pero cuando volvía a los dos meses a pagar el segundo plazo, repetía la misma pregunta. Y también en el tercero, en los del año siguiente y en unos cuantos años posteriores. Al principio lo achacaba a un descuido momentáneo, pero al repetirse la pregunta hasta el infinito fui cayendo en un estado de perpetuo Deja vú cada vez más cargante que tenía que eliminar como fuera.

Pero lo peor de todo sin duda eran mis respuestas. Como, obviamente, no tenía -ni tengo- ni pajolera idea de cuál es el número exacto -ni aproximado- de vocablos -¿qué es un vocablo?- admitidos en nuestro idioma, para no responder con un humillante "no lo sé" lanzaba en cada una de mi visitas números al azar con mi mejor cara de póquer: 6.000, 50.000, 300.000 ("¿Tantas?" "Sí, claro, si seguimos el panhispánico de dudas -no lo olvidaré jamás-"), 180.000, y un sonrojantemente largo etcétera.

viernes, octubre 10, 2008

Portentos capitalinos I: Costumbrismo o barbarie

Quien más quien menos, todos los que vivimos en la capital del Imperio hemos pasado nuestro buen centenar de veces por la Puerta del Sol. En ella, además del lustroso cartel publicitario de Tío Pepe, unas cuantas centenas de turistas, un poker de hombres-anuncio compradores de oro (una profesión que desde siempre me ha encandilado y me hubiera gustado catar, una pena que ya no vaya a poder ser), una señora de brazos cortos y tatuados sentada en el suelo con un cartel de cartón en sus rodillas, y unas vallas pintadas de paisaje urbano que ocultan las sempiternas obras de remodelación típicamente madrileñas, se dan cita las más crucifelantes manifestaciones de toda la ciudad. Bajo una cobertura mínima y precarios medios, se van reemplazando una tras otra sentadas en favor de los derechos de los conejos de orejas caídas, partidarios de la Falange Auténtica Verdadera Total Joseantoniana, correligionarios de la doctrina Sikhista buscando fieles, asociaciones culturales que piden un puesto como embajador de la FAO en la lucha contra el hambre para Pitingo, y un largo etcétera. Pero de todas las que han ido pasando ante mis ojos, la que más me ha impactado ha sido ésta:



Sí, efectivamente se trata de lo que estáis viendo: Un señor, que bien podría ser un lector de este blog (pocas cosas en el mundo me harían más ilusion) con un ojo de cartulina pintarrajeado con rotuladores Carioca cubriéndole la cabeza, y sosteniendo con ambas manos un eslogan con el que no puedo estar más de acuerdo, y que me encargaré de que me sirva de epitafio cuando los gusanos se coman lo que los cristianos no hayan disfrutado. Pequeñas cosas como ésta me hacen pensar cada día más que, a pesar de las muchas taras que se pueden aducir en su contra, Madrid merece ser, como mínimo, la capital del mundo.